La revuelta que pudo cambiar la historia

Derrota en Villalar

Enrique Berzal / RTVCYL

Y llegó el desastre. El bando realista, reforzado por el apoyo de los nobles y comandado por el condestable y el almirante de Castilla, se apresuró a dar caza al ejército comunero que, liderado por Padilla, se dirigía hacia Toro. Lo componían un total de 6.000 hombres, entre ellos 400 lanzas y 1.000 escopeteros.

Les dieron alcance el 23 de abril de 1521, en una campa próxima a la localidad vallisoletana de Villalar, concretamente en el lugar denominado Puente de Fierro, sobre el arroyo de los Molinos, un terreno muy pegajoso y fangoso. El ejército realista atacó de inmediato, sin esperar la llegada de la infantería, con lo que impidió el despliegue de las tropas comuneras. Éstas, tremendamente cansadas y físicamente acechadas por las inclemencias del mal tiempo y el estado fangoso del suelo, fueron presa fácil de la caballería. Aun así, Padilla desoyó las voces que le instaban a la retirada: «No permita Dios que las mujeres digan en Toledo que traje a sus hijos y esposos a la matanza y yo me salvé huyendo», cuentan que dijo. Apenas hubo combate. Cuando llegó la infantería realista, todo había terminado.

El apresamiento de Juan de Padilla es lugar común en los relatos históricos: acompañado de cinco escuderos, se adentró al galope y con furia contra las tropas del conde de Benavente y, al grito de «¡Santiago, libertad!», descabalgó de un golpe a Pedro Bazán. Mas nada pudo hacer ante Alonso de la Cueva; herido por éste en la pierna, Padilla le entregó su espada y el guantelete en señal de rendición. En ese momento llegó a su lado un tal Juan de Ulloa, natural de Toro, y, según Sandoval, «preguntando quién era aquel caballero, dijéronle que Juan de Padilla. Entonces le dio una cuchillada por la vista, que la tenía alzada. Hirióle en las narices, aunque poco, lo cual pareció a todos muy feo».

También detuvieron a los capitanes Pedro y Francisco Maldonado, este último abandonado por los suyos, a Hernando de Ulloa, jefe comunero de Toro, y al segoviano Juan Bravo, apresado por Alonso Ruiz, hombre de armas de la capitanía de Diego de Castilla, que recibió a cambio una merced de 100.000 maravedíes por parte de los virreyes gobernadores.

Todos ellos fueron conducidos primero a la fortaleza de Villalba, localidad de Juan de Ulloa situada entre Villalar y Pedrosa, donde los tuvieron presos unas cuantas horas. De ahí pasaron a Villalar. El juicio fue rápido: el mismo día 24 se constituyó un tribunal presidido por los jueces Cornejo, Salmerón y Alcalá, que, en presencia del cardenal Adriano, condenó a la máxima pena a Padilla, Bravo y Pedro Maldonado, acusados de delito de traición.

Según el dictamen, Francisco Maldonado no sería ejecutado sino encarcelado en Tordesillas. Sin embargo, como cuenta Sandoval, cuando los realistas conducían al salmantino, desnudo y maltratado, a la localidad vallisoletana, «llegó el general de los dominicos y le dijo que los gobernadores mandaban volver a Francisco Maldonado para le degollar, porque el conde de Benavente había hablado con ellos pidiéndoles con eficacia que no degollasen a don Pedro Maldonado en su presencia, porque era su sobrino y lo ternía por afrenta. Y porque se había divulgado que habían de degollar al don Pedro, y ya no se hacía, habían acordado de degollar en su lugar a Francisco Maldonado». De todos modos, Pedro Maldonado no se librará de morir y será ejecutado el 18 de agosto en Simancas.

El licenciado Zárate, alcalde de la Real Chancillería vallisoletana, les procuró un fraile para confesar. Luego los sacaron en mulas cubiertas de negro y pregonaron la pena: «Ésta es la justicia que manda hacer Su Majestad y su condestable, y los gobernadores en su nombre, a estos caballeros: mándanlos degollar por traidores, y alborotadores de pueblos y usurpadores de la corona real, etc.». A su lado iban Zárate y el licenciado Cornejo, alcalde de Corte. Fue en ese momento cuando sucedió la conocida anécdota entre Bravo y Padilla: «Como Juan Bravo oyó decir en el pregón que los degollaban por traidores, volvióse al pregonero verdugo, y díjole: “Mientes tú, y aún quien te lo manda decir; traidores no, mas celosos del bien público sí, y defensores de la libertad del reino”.

El alcalde Cornejo dijo a Juan Bravo que callase; y Juan Bravo respondió no sé qué, y el alcalde le dio con la vara en los pechos, diciéndole que mirase el paso en que estaba y no curase de aquellas vanidades.Y entonces Juan de Padilla le dijo: “Señor Juan Bravo, ayer era día de pelear como caballero, y hoy de morir como cristiano”».

Los llevaron a la plaza y los subieron al cadalso, adornado con reposteros con las armas imperiales. Frente a ellos, sentados en un estrado con adornos similares, estaban el cardenal Adriano, el almirante, el condestable y muchos de los grandes señores. A Juan Bravo, que pidió ser ajusticiado primero para no ver a su capitán subir al cadalso, hubieron de aplicarle la fuerza para degollarle; pero no así a Padilla, quien, según parece, murió con entereza, teniendo a su lado a Enrique de Sandoval y Rojas, hijo mayor del marqués de Denia. Cuentan que, al ver el cadáver de Bravo, el capitán toledano exclamó: «¡Ahí estáis vos, buen caballero!»; luego pronunció el  «Domine, non secundan percata nostra facias nobis» y la cuchilla segó su garganta.

Las cabezas de los tres capitanes fueron clavadas en picas y expuestas en garfios en la punta del Rollo de Villalar. La derrota infligida a los comuneros supuso el fin de la organización política revolucionaria, pues además de perder el núcleo central de la misma, formada por las tierras de Palencia, Valladolid y Segovia, la Junta fue desbaratada y la ejecución de los capitanes generó enorme pánico en las ciudades más comprometidas con las Comunidades.

Con todo, la revuelta comunera siguió en pie en Toledo, liderada por el obispo Acuña y, sobre todo, por María de Pacheco, mujer de Juan de Padilla. La caída definitiva de esta ciudad en manos imperiales tuvo lugar el 3 febrero de 1522.