En mayo, la llama comunera prendía en
Zamora, instigada por la influencia de
Pero Lasso de la Vega, quien, en su trayecto hacia
Gibraltar, donde había sido confinado por orden del Rey, se hospedó en el zamorano
Convento de San Francisco junto a Pedro de Ayala. Ambos incitaron la rebelión, sobresaliendo en un primer momento
Juan de Porras y Juan de Mella.
El día 30, Zamora se lanza en masa contra los procuradores
Bernardino de Ledesma y Francisco Ramírez, que acaban de votar el servicio en La Coruña. Ambos tienen que refugiarse, por el momento, en el
monasterio de Santa Marta, mientras la multitud intenta quemar sus casas.
Calmada la multitud por el
conde de Alba de Liste, Diego Enríquez de Guzmán, los dos procuradores fueron condenados a
perder la hidalguía y la multitud quemó dos estatuas suyas en la Plaza Mayor, en recuerdo de la traición, con sus nombres grabados.
Así lo narra
Sandoval: «Y fue que como no pudieron haber los procuradores, hicieron unas estatuas semejantes a ellos y las arrastraron por las calles públicas con pregones afrentosos, dándoles por traidores, enemigos de su patria, y después los pintaron en las casas del Consistorio, escribiendo al pie de cada uno quien era y lo que había hecho contra aquella ciudad y contra la fe que prometieron».
De igual manera, en
Toro, ciudad en la que influyó considerablemente el obispo
Antonio Acuña, la Comunidad se afianzó sin incidentes, hasta el extremo de que los dos corregidores que se sucedieron en el cargo,
Carlos de Guevara y el doctor Valdivieso, no tuvieron entre sí otra rivalidad que la mayor o menor moderación del ardor militante. Claro que esto no era baladí:
juzgado como demasiado moderado, Guevara tuvo que salir de Toro ante las amenazas de ser condenado a muerte.