El combate de las fuerzas de
Segovia, Toledo y Madrid a las del alcalde de Corte
Rodrigo Ronquillo, enviadas expresamente por Adriano de Utrecht para castigar los asesinatos segovianos, desató la guerra. Para fortalecerla, Toledo convocó una Junta que denominaba Santa por sus fines no exentos de religiosidad. Las motivaciones de la reunión eran, básicamente,
conseguir la anulación del servicio votado en La Coruña, la vuelta al sistema de encabezamientos, reservar cargos públicos y beneficios eclesiásticos a los castellanos, prohibir la salida de dinero y designar a un castellano para dirigir el reino en ausencia del rey.
El carácter expresamente revolucionario de estos objetivos explica las
reticencias de muchas ciudades a la hora de dar su apoyo a la reunión. De hecho, en el mes de julio, tan sólo
Salamanca, Segovia y Toro habían respondido afirmativamente; poco después se unirá
Zamora, que, sin embargo, debido a las vacilaciones del conde de Alba de Liste, erigido en árbitro de la revuelta zamorana en la ciudad, retirará rápidamente a sus delegados.
La Junta se reunió el día
29 de julio en la sacristía mayor de la Iglesia Catedral del Salvador de Ávila. En cuanto a los reunidos, hay quien asegura que sólo fueron cuatro ciudades pero otros elevan la cifra aduciendo la carta enviada por el cardenal Adriano el emperador, en la que señalaba que
«los procuradores del reino se han juntado todos en la ciudad de Ávila».
Eso sí, todos los presentes pertenecían a los tres «brazos»:
clero, nobleza y ciudades, de modo que entre sus integrantes se encontraban nobles, plebeyos, hacendados, fabricantes y artesanos, dominando, desde luego, el elemento popular. Sus objetivos eran marcadamente revolucionarios, pues
se trataba de dilucidar la legitimidad de ejercicio del mismo monarca, a tenor de cómo estaba gestionando el gobierno del reino.
Dirigida por el tundidor
Pinillos, la Santa Junta nombró presidentes de la misma a
Pero Lasso de la Vega y al deán de Ávila, a Padilla lo eligió capitán general de las tropas comuneras y, en el orden doctrinal, aparte de jurar ante la Cruz y los Evangelios en servicio del Rey y en favor de la Comunidad, decidió
no reconocer la autoridad del cardenal Adriano ni la del Consejo Real, respetar a la Chancillería de Valladolid, y nombrar secretarios y oficiales. Era un poder auténticamente revolucionario.