Enriqueta Antolín (Palencia, 1941). Toledo fue la ciudad de su infancia y primera
juventud, hasta su traslado a Madrid, a los veintiún años, para dedicarse
al periodismo. Allí había estudiado Magisterio, que ejerció durante unos
años como profesora de Educación Física. Como periodista dirigió la sección
de cultura del semanario Cambio 16, perteneció al grupo fundador del diario
El Sol y colabora asiduamente con El País.
Su estreno como novelista se produjo con una trilogía narrativa —La gata con
alas (1992, Premio Tigre Juan), Regiones devastadas (1995) y Mujer de aire (1997)— que indaga en los meandros de la memoria para recobrar los fracasos,
la soledad, las pérdidas y también las conquistas del universo femenino
entre los años cincuenta y ochenta del siglo veinte. Y lo hace a través de la
pupila permeable de una niña que en las sucesivas novelas se convierte en
adolescente perpleja y mujer lúcida. Esta trilogía ofrece un retrato diferente
de una posguerra menesterosa lastrada por las consecuencias del conflicto
civil, a la que la protagonista aplica el revulsivo del humor y el vuelo liberador
de la imaginación.
Caminar de noche (2001) da curso al soliloquio febril de un personaje masculino
que purga su corazón durante una vigilia acompañando a una enferma.
Un repaso existencial que revisa una personalidad marcada por el regreso
inesperado de un pariente que quiebra su apaciguada vida de seminarista.
El epistolario final descifra los enigmas del monólogo, que discurre a través
de una prosa sobria aliviada por frecuentes y felices coloquialismos. Cuentos
con Rita (2003) bucea en los pliegues de lo cotidiano para desvelar ingredientes
insospechados de misterio y sorpresa. Son historias de parejas, en las que
Rita va adoptando diferentes roles para mostrar un espacio de convivencia
donde a menudo prima la incomunicación.
Final feliz (2005) combina un viaje en tren de vía estrecha por la cornisa cantábrica,
que sirve a la protagonista, una mujer culta, independiente, atractiva
y sentimental, para olvidar una decepción amorosa, con las pesquisas de la
aventura decimonónica del bisabuelo, que fue uno de los pioneros del ferrocarril
en el norte de España. Un ingeniero visionario que a la postre lo dejó
todo por el arrebato de una mulata cubana. El relato novelesco incorpora las
páginas de un diario en el que la protagonista anota las peripecias y la crónica
del viaje, los oleajes de su desencanto y reflexiona sobre la literatura y sus
implicaciones, que actúa como bisagra de las dos historias.
A finales de los noventa Enriqueta Antolín publicó tres novelas destinadas a
un público juvenil: Kris y el verano del piano (1997), Kris y su panda ¡en la
selva! (1998) y Kris y los misterios de la vida (1999). Es autora también de Ayala sin olvidos (1993), un libro singular de conversaciones con el escritor
y académico Francisco Ayala escrito cuando él tenía 83 años y que dirige su
interés hacia los ángulos en sombra de sus memorias Recuerdos y olvidos.
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- La gata con alas (1992). Alfaguara.
- Ayala sin olvidos (1993). Espasa. (1998). Alfaguara.
- Regiones devastadas (1995). Alfaguara.
- Mujer de aire (1997). Alfaguara.
- Kris y el verano del piano (1997). Alfaguara.
- Kris y su panda ¡en la selva! (1998). Alfaguara.
- Kris y los misterios de la vida (1999). Alfaguara.
- Caminar de noche (2001). Alfaguara.
- Cuentos con Rita (2003). Alfaguara.
- Final feliz (2005). Alfaguara.
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Primero: La piel o tegumento
Levantabas los ojos y veías un recuadro estrellado. El cielo de la noche toledana enmarcado
en el solemne patio de granito del siglo XVIII, casi a oscuras, una luz amarilla
en los goznes de las altas ventanas. Y don Emilio sin llegar. Jugabais entre las columnas
a un escondite silencioso vigiladas de cerca por los entorchados del bedel que,
misericorde por el frío que os estabais chupando, se conforma con vigilaros desde su
garita, sentado con un braserillo entre las piernas. Pero no os podéis marchar a casa,
aunque son más de las siete y a las siete es ya noche cerrada, porque don Emilio ha
mandado recado diciendo que aguardéis, que está al llegar.
Don Emilio nunca se retrasa. Todo lo contrario. Os espera de pie subido en la tarima,
levemente apoyadas las manos en su mesa. Os ve entrar de una en una, enmudecido
en seco el alboroto del recreo como se cortan las risas cuando pasa un entierro o
cuando papá da —daba, ¡ay!— un puñetazo en la mesa. Y vosotras bajáis la voz,
sobrecogidas, y saludáis quedamente: buenas tardes, profesor. Porque así es como
quiere ser llamado.
Nadie se mueve. Ninguna os atreveríais a sentaros ni a despegar los ojos de su altura
imponente, allá arriba sus gafas y su vaga sonrisa, un minuto de silencioso reconocimiento.
¿Así que ustedes son las alumnas de primer curso?, parece decir. Vaya por
Dios, si son ustedes unas criaturitas... En fin, pues sepan que yo soy el catedrático de
Ciencias Naturales, académico de la Real Academia de Bellas Artes, liberal, pero no
masón, no confundan ustedes como ellos confundieron, encarcelado después de la guerra, de puro milagro me ven aquí, ya puedo darme con un canto en los dientes.
Pero estoy depurado y no puedo ostentar cargos públicos, me moriré en la sombra por
no ser de los suyos: y si estoy vivo es porque tampoco pudieron demostrar que fuera
de los otros.
Cuelga el sombrero en la percha, se quita el abrigo, con un gesto enguantado os dice
que os sentéis; desenfunda sus manos, limpia las gafas con los ojos cerrados, se las
cala de nuevo, se alisa los cabellos escasos y os mira sorprendido, os mira y os miráis
las unas a las otras buscando la razón de su inquietud; suspira, cabecea, os sonríe
abiertamente y empieza a pasar lista.
Aquella tarde, cuando ya la impaciencia iba rompiendo el juego, los faroles delataron
la presencia esperada señalando en el suelo la larguísima sombra. Pero esta vez no
se os quedó mirando ni se quitó el abrigo; sólo el sombrero. Sin sentarse, con un brillo
bailándole en las gafas habló de los murciélagos. Dijo de ellos que eran criaturas
preciosas, perfectísimos seres de mundos superiores, hijos de la luna, primos carnales
del vampiro, carentes de apéndices nasales, dotados de radar mucho más eficaz
que el de los aviones de combate, pájaros y mamíferos, diplodocus antediluvianos en
miniatura, difíciles, dificilísimos de ver porque de día duermen boca abajo colgados
de los dedos, ocultos en cuevas hondas y oscuras de suelos embarrados, resbalosos,
sólo salen cuando estamos dormidos o cuando, como ahora, el calor de la estufa les
hace despertar de su letargo y por entre las solapas de mi abrigo asoma su preciosa
cabecita de ratón este hermoso ejemplar que acabo de cazar para ustedes bajo los arcos
del Puente de San Martín, y no se me alboroten, observen en silencio cómo con sus
manitas va trepando por mi bufanda, vean sus prodigiosas alas membranosas que se
extienden entre sus dedos y van unidas al cuello, a las patas y a la cola, y miren con
qué ligereza vuela y cómo pasa y repasa nuestras cabezas sin rozarnos y sin golpearse
contra las paredes. Y si se callan ustedes de una vez y aguzan los sentidos llegarán a
oír su chillido agudísimo cuyas ondas sonoras actúan, como dije, a modo de radar.
Regiones devastadas.