$$$
$$$
En la boca del león Estás en el centro o grano de trigo, en el exacto punto trigonométrico de un lugar de privilegio. En Frómista, en la antigua Frumesta de los romanos, de frumentum, que significa trigo. En el lugar donde el cauce de las aguas se entrecruza con el camino de las almas; lugar de doble privilegio como la luz, que no es onda ni partícula, sino ambas cosas a la vez, donde lo telúrico se confunde con lo teúrgico. Lo sientes como un inasible abrazo. Desde el puente por donde circulan los peregrinos vuelves tu vista a la obra de fábrica, en donde cuatro esclusas, las 20, 19, 18 y 17, abren poderosa herida en la tierra y tiñen de sangre las curvas paredes de sus labios. Vuelves a admirar la sobria y bella arquitectura del vacío, esta vez con el desasosiego de un temor, el de no poder interpretar su inaudito mensaje. La leonardesca estructura adivina cómo las sanguinolentas luces del crepúsculo se transformarán insensiblemente en placenteras y deleitosas sombras. El articulado desplome del agua, de quince metros de desnivel, el mayor de todo el Canal, dibuja en sus variables ondulaciones la metáfora de la vida. Quizá de la lucha por la vida. El cuádruple salto, a pesar de haber sido insidiosamente depredado (con el desvío de parte de su caudal a una mísera central eléctrica, con la ruina de sus fábricas y batanes, con el expolio de sus compuertas) mantiene íntegra su dignidad. El desasosiego te lleva más allá de la pura percepción física, a la metáfora de esta ondulación, es la última del agua que fue y la primera de la que será, fiel reflejo de la vida: en este instante comienza el resto de lo que de ella te queda. La novedad, la extraña sensibilidad que provoca, hace que pierdas el sentido del tiempo. ¿Cuánto tiempo llevas contemplando estas esclusas?
La formidable apuesta espiritual del Camino de Santiago tiene en Frómista, fin de la sexta etapa según el Codex Calixtinus, en la románica iglesia de San Martín, su joya de la corona. ¿Cuánto tiempo llevas contemplando sus canecillos? Sus aurificadas piedras también aguardan complacidas la sombreada matización del crepúsculo. Repasas las figuras, tan fundamentalmente realistas y de tan abstracta interpretación esotérica: el burro músico, compañero constructor que hace bien las cosas sin saber por qué; el mono, mimesis de la lujuria; los pájaros, siempre refinados como corresponde al símbolo del alma; el joven con una muñeca en las rodillas, anacronismo de una mala copia; y el león. Detente bala, decían los escapularios requetés. Detente en el león. La Ruta Jacobea es un camino iniciático y el arte románico, un espejo de símbolos; medita en tan hermoso animal que no es infierno ni infiesto, como tan a menudo se cree, por más que sí sea fiero. Los andrófagos, los devoradores de hombres, casi siempre adoptan la forma del león, raramente la del perro o el lobo, y con frecuencia están ahí, tumbados, esperando, tan plácidos que incluso apoyan la cabeza en una mano. Tu interés se centra en una ilustrativa secuencia de canecillos casi cinematográfica, en tres consecutivas figuras de león: una cabeza; la misma cabeza, más grande, con la boca abierta; la misma, devorando a un hombre entero. El tema es la paciente espera de la muerte iniciática, el león devora al hombre viejo para que así renazca el hombre nuevo, el iniciado.
Castilla en canal.