J. Á. González Sainz (Soria, 1956). Premio Castilla y León de las Letras 2005. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona, ha vivido también en Madrid y, durante dos décadas, en Venecia, donde trabajó como profesor y traductor.
En la actualidad reside en Trieste, ciudad italiana en la que, como alguna vez ha comentado el propio autor, siente esa extrañeza y distancia indispensable a la escritura. González Sainz ha colaborado esporádicamente y continúa haciéndolo en diferentes periódicos y revistas como El Mundo, El País o Letra Internacional, y además fue fundador y co-director de la revista cultural Archipiélago.
Su esforzada y rigurosa labor como traductor ha quedado plasmada en novelas y ensayos de Claudio Magris, Guido Ceronetti o Emmanuele Severino por ejemplo. Faulkner, Melville o Proust, pero también Cervantes o Machado, entre otros, podrían considerarse como parte de la familia literaria del autor, cuyo dilatado universo narrativo es construido, como un esfuerzo de comprensión del mundo, con un lenguaje primorosa y meticulosamente matizado, a la manera de un orfebre.
En 1985, publicó el ensayo Porque nunca se sabe, un libro colectivo, en colaboración con Ignacio de Llorens, surgido a partir de entrevistas, indagaciones o reflexiones sobre el pensamiento libertario.
Con la aparición en 1989 del libro de relatos titulado Los encuentros, se inicia de alguna forma su andadura literaria, que continuará con Un mundo exasperado, novela con la que obtuvo el Premio Herralde en 1995, y en cuyas páginas ya aparece sutilmente esbozado, o más bien prefigurado, el paisaje soriano que se manifestará más abiertamente en su obra posterior.
La novela, a través de la rememoración que un hombre de mediana edad hace de su vida, nos pone en contacto con el desamparo moral y el desasosiego ambiental de una generación, y con la épica de sus emociones más íntimas.
Volver al mundo (2003) es una novela que se desarrolla en un escenario mítico, el Valle, una recreación literaria de la zona del noroeste soriano. En ella, mediante un repaso de los años setenta a través de la mirada de una mujer que ha vuelto al lugar donde ha muerto el hombre que amaba, surgen cuestiones de orden existencial derivadas del desengaño de las ideologías y del descubrimiento de la realidad que subyace a esas ficciones a las que se ha consagrado la vida.
Aparte de las novelas ha publicado también relatos en libros colectivos, como Los cuentos que cuentan (1999), Cierzo soriano. Narradores para el XXI (1999), o Relato español actual (2003).
En 2010, González Sainz publica Ojos que no ven, fábula contemporánea en la que intervienen tres generaciones, y donde se acerca a lo más sencillo y callado, pero lo más decisivo, de unas vidas.
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- Porque nunca se sabe: una indagación crítica de los espacios, tiempos y
actitudes del poder / a través de las respuestas de F. Châtelet... [et
al.] (1985). J. Á. González Sainz e Ignacio de Llorens. Laia.
- Los encuentros (1989). Anagrama.
- Un mundo exasperado (1995). Anagrama.
- Volver al mundo (2003). Anagrama.
- Ojos que no ven, Anagrama, 2010.
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En cuanto alguien le decía que había visto su coche en la carretera, justo antes del indicador que anuncia la entrada a la población, sabía que a la mañana siguiente sin falta se lo encontraría esperándole en el mismo sitio de siempre. Podía levantarse más o menos temprano, tardar poco o mucho en arreglar a Carmen y emplear el tiempo que hiciera falta en recorrer con ella el repecho que separaba su casa de aquel cruce de caminos montaña arriba; pero de lo que no le cabía nunca la menor duda era de que, un poco más allá de los depósitos del agua, por donde empieza a poderse contemplar ya el pueblo en perspectiva si uno hace un alto y vuelve la vista atrás, iba a poder comenzar a vislumbrar su figura escueta y todavía diminuta desde allí, casi como una mancha sólo del paisaje al principio, que poco a poco se le iría agrandando y perfilando según subía lo mismo que se agrandaba su alegría de volverle a ver de nuevo allí, sentado bajo el viejo maguillo silvestre o bien recostado contra la cerca de piedras del otro lado del camino, pero en todo caso con la vista siempre puesta abajo en el valle, en los hilillos cambiantes y sinuosos del humo de las casas que se desentumecían del rigor de la noche, o por el contrario, pero también al mismo tiempo, en el perfil nítido, firme e irreductible de la sierra de la Carcaña que cerraba perfectamente el horizonte frente a sus ojos.
Algo encontrará en esa vista cuando la mira tanto, solía decir Anastasio, el viejo Anastasio, como él le llamaba siempre pese a no avejentarle más que en algún que otro año, cuando le comentaban que lo habían visto mirando absorto hacia allí mientras le esperaba, o se extrañaban por aquella cita a la que todos sabían que ambos estaban emplazados para el día siguiente a su llegada. Ahí lo tienes ya como un pasmarote, le decían, o ya está ahí Miguel, ya estaba ayer el coche en la carretera.
Era una cita tácita e imprecisa, una cita que en realidad nadie había concertado a las claras en ningún momento, pero con la que sin embargo ambos acababan contando siempre de la misma forma indefectible y no concertada con que se acaba por contar también con el destino. Pues hiciera frío o un calor bochornoso, y hubiese salido un día despejado o bien desabrido e incluso amenazante, jamás se le hubiera ocurrido a Anastasio la posibilidad de no acudir o de que él no fuera a estar ya allí, aguardándole como cada vez que venía en los últimos años, y observando seguramente desde hacía rato, con un detenimiento que a muchos se les antojaba impropio de una persona no sólo cultivada sino incluso en sus cabales, la línea certera e inmutable de las montañas, las abruptas escarpaduras en que terminaba hacia el este la sierra de la Carcaña y el cielo raso o bien alterado de nubes, el valle entero abajo a la redonda y el camino de tierra batida que ascendía desde el pueblo y en el que poco a poco, una vez rebasados los depósitos de agua y a medida que iban subiendo, también él iba divisando mejor sus siluetas, menudas al principio a lo lejos y casi indistinguibles, y luego ya paulatinamente más claras, más reconocibles y familiares.
Lo primero que acertaba a distinguir era siempre el atuendo de Carmen, su chaquetón rojo tan vistoso si era invierno, o bien la última prenda que él le hubiera traído de regalo en su último viaje si se trataba de otra época del año, y luego ya enseguida la indumentaria anodina y apagada de Anastasio, casi siempre la misma, se hubiera podido decir, fuera la época del año que fuera. No como él, que siempre que venía parecía hacerlo con ropas distintas y no sólo con ropas, sino con un aspecto que siempre daba que pensar si no sería realmente de otro distinto cada vez. Había ocasiones en que venía con un bigote que le cubría por entero el labio superior, y otras también con una barba de días o bien tan larga y poblada como el bigote; unas veces con el pelo largo y más o menos echado hacia atrás –cada vez más cano, como la barba– y otras en cambio muy corto, tan corto –a veces rapado casi a cero– que en su cara parecía entonces como si no hubiese más que ojos, esos ojos grandes y cansados, diría luego Anastasio, que sin embargo se iban volviendo incomprensiblemente risueños e inocentes conforme nos veía acercarnos.
Nunca parecía el mismo, dirían en el pueblo, como si se disfrazara o quisiera parecer siempre otro a todo trance o lo fuera en realidad; mas el lobo puede perder el pelo, pero no la costumbre, decían, y alguno había siempre que se echaba luego a reír. Como cuando hablaban de su padre o de los padres de los otros, de Julio o de Ruiz de Pablo, de quienes daba la impresión de que lo sabían o lo entendían todo sin tener que decir sin embargo nunca nada.
Volver al mundo.