Premio NH Ediciones

Calzedo, Gonzalo

Considerado uno de los cuentistas españoles más brillantes, etiquetado a veces como el Carver de la Meseta, tiene una trayectoria jalonada de premios.

Gonzalo Calcedo Juanes (Palencia, 1961). Es funcionario y reside en Santander. Considerado uno de los cuentistas españoles más brillantes, etiquetado a veces como el Carver de la Meseta, tiene una trayectoria jalonada de premios, que a menudo son el único pasaporte para la publicación de un libro de relatos.

Entre estos galardones, cabe destacar los dos NH (uno por el mejor libro inédito de relatos y otro por el mejor relato presentado en solitario), el Alfonso Grosso, el José Hierro, el Tiflos y el Caja España. Cuentos suyos figuran en las principales antologías de narrativa breve.

Su extraordinaria capacidad para la condensación narrativa queda patente en su lacónica aunque precisa expresión, muy reticente al ornato y a toda exuberancia irrelevante. Junto a la concisión lingüística, propia del género que casi con obstinada exclusividad cultiva, la sencillez preside todos los elementos que el autor utiliza para construir sus historias, desde los personajes, seres escépticos que con frecuencia adolecen de alguna orfandad o extrañeza de índole identitaria, hasta las propias tramas, en cuya arquitectura predomina lo anecdótico.

Por lo que respecta al estilo, claramente minimalista, es deudor de Henry James, John Cheever, J. D. Salinger, Tobías Wolf o Richard Ford, entre otros. Sus relatos dibujan teselas de historias en las que un apunte fugaz nos traslada la cotidianidad gris de tipos aturdidos por las pérdidas, por la rutina del aburrimiento o por la melancolía de la soledad. La suya es una poética de la desolación.

Su primer libro de cuentos, Esperando al enemigo (1996), evidencia ya su destreza en el manejo de un género singular, en el que las acciones de riesgo se practican sin red. Incluye trece relatos aparentemente independientes, si bien elementos comunes como el viaje, la dicción o el tiempo vertebran el conjunto aportando cierta unidad atmosférica.

Los personajes que discurren por las historias de esta obra anticipan una cierta tipología que vuelve a transitar por Otras geografías (1998) y en La madurez de las nubes (1999). Son seres que dejan un poso de tristeza, víctimas de la incomprensión que tienen que librar la batalla cotidiana de la decepción mientras se buscan en el océano de sus soledades.

Apuntes del natural (2002) dibuja secuencias sombrías de una fauna colonizada por la enredadera de sus propias frustraciones pero que no renuncia al espejismo de una última oportunidad. La carga de la brigada ligera (2004) agrupa cinco relatos sobre la desolación de una existencia sin horizontes respirables, entre los que se cuentan un par de textos antológicos: el que da título al volumen y “Un banco con sombra”.

El peso en gramos de los colibríes (2005) (está escrito antes que La carga...) se despliega en nueve historias que suponen otros tantos cargos de conciencia.

Su novela La pesca con mosca (2003) es un relato kafkiano que presenta la sorda erosión de unos personajes varados en el tedio de una oficina comarcal de desarrollo rural ya descatalogada, donde empiezan a llegar envíos inexplicables.

Apuntes del natural (2002) dibuja secuencias sombrías de una fauna colonizada por la enredadera de sus propias frustraciones pero que no renuncia al espejismo de una última oportunidad.

La carga de la brigada ligera (2004) agrupa cinco relatos sobre la desolación de una existencia sin horizontes respirables. El peso en gramos de los colibríes (2005) está escrito antes que La carga… y se despliega en nueve historias que suponen otros tantos cargos de conciencia.

En 2009 recibe el Premio Ciudad de Coria libro de relatos.

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  • Esperando al enemigo (1996). Tusquets.
  • Otras geografías (1998). NH Ediciones.
  • Liturgia de los ahogados (1998). Ayuntamiento de Sevilla.
  • La madurez de las nubes (1999). Tusquets.
  • Apuntes del natural (2002). Páginas de Espuma.
  • La pesca con mosca (2003). Tusquets.
  • La carga de la brigada ligera (2004). Menoscuarto.
  • Mirando pájaros (y otras emociones) (2005). Diputación de Badajoz.
  • El peso en gramos de los colibríes (2005). Castalia.
  • Chejov y compañía (2007). Caja España.
  • Saqueos del corazón (2007). Cuentos.
  • Temporada de huracanes (2007). Cuentos.
  • Cenizas (2008). Cuentos.
  • Picnic y otros cuentos recíprocos (2010). Cuentos.
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La carga de la brigada ligera

Aquella primavera mi hermano Alfredo comenzó a trabajar en la clínica Seix como conductor de ambulancias, aunque en realidad conducía una furgoneta blanca y discreta a la que los enfermeros del turno llamaban jocosamente “la carreta del Parkinson”. Servía para llevar de viaje a los ancianos pudientes por los alrededores, quizás con la intención de recordarles que el mundo no se había acabado y que el dinero de sus cuentas corrientes aún podía alegrarles el alma. Seix era una clínica privada, con la exquisita apariencia de un pequeño palacio encajado entre la vegetación de las colinas, a media hora de camino del mar. No desentonaba con las mansiones de los alrededores, muy al contrario, pero la gente que vivía cerca tenía sus reservas hacia el lugar; existía una barrera invisible que separaba el cosmos de los vivos del de los enfermos y moribundos, una línea a partir de la cual ya no había coches aparcados en las aceras, la gente no paseaba a sus perros y el aire mismo parecía distinto, como si de la tierra emanasen efluvios que lo hiciesen diferente. No había pájaros en los árboles, pero sí una colonia de ardillas con gustos domésticos, irritantes y díscolas.

—La muerte apesta —solía explicarme mi hermano. Y se lavaba las manos tan a menudo que su piel se volvió enseguida blanquecina y suave, de bebé.

Él había obtenido el empleo por mediación de la señora Zufa, la dueña de la tienda de regalos en la que “todavía” trabajaba mi madre. Digo esto porque todos esperábamos que mi hermano cometiese una de sus habituales torpezas y que la recomendación se convirtiese, en poco tiempo, en un alacrán que se revuelve contra sí mismo y se clava su aguijón (mi madre sufriría la picadura). Así había ocurrido con empleos anteriores, aunque esta vez, ante las fotografías firmadas de la divina Petula Varley, la modelo de nácar, que presidían un santuario ateo y carnal en su dormitorio, mi hermano había jurado comportarse como es debido y (no eran palabras suyas, por supuesto) ser un ejemplo para la comunidad.

La furgoneta tenía cinco filas de asientos, holgados, cómodos, y un micrófono en el salpicadero, para que mi hermano o su acompañante hiciesen las veces de guía. Un día me dijo que el puesto estaba vacante y yo acepté acompañarle, aunque las normas de Seix impedían el acceso al vehículo a cualquier persona ajena a la clínica. Tuve que esperarle a medio kilómetro del edificio, en el territorio de las ardillas, junto al indicador de carretera que anunciaba la proximidad del hospital. La cuneta estaba tapizada por un manto de agujas de pino, tan perfecto y agradable a la vista que parecía artificial, al igual que el bosque, una añagaza más de los tenebrosos administradores de Seix, parte de su tramoya. Era temprano y el sol aún se ocultaba detrás de los árboles; las fugas de luz entre sus troncos y el torvo ramaje parecían desvelar algún misterio. No se escuchaba ruido alguno. Mi hermano me había llevado allí en su coche.

—Si oyes que alguien se acerca, ocúltate. Seguro que es la señora Rosae, la jefe de enfermeras.

Yo asentí.

—Te conoce. Y me tiene manía, así que me está investigando —el motor del coche de mi hermano, un cupé de segunda mano trucado, con los remiendos y cicatrices de un viejo luchador callejero, contenía el aliento. Cerró la portezuela, me sonrió y se fue.

La carga de la brigada ligera.