Con 24 horas de antelación el gobierno nos avisaba de que el virus había circulado sin darnos cuenta. Era cuestión de días que los hospitales se llenasen y, más allá del plan diseñado para el ébola, faltaba de todo. La cifra de fallecidos de esos días estaba lejos del pico que iba a producirse a primeros de abril con 950 muertos en 24 horas.

Encerrados en casa. Sólo los servicios esenciales salían a trabajar, la obsesión era doblegar la curva. La sociedad fue consciente de la gravedad. Sonaron los aplausos de aliento, llegaron las primeras altas. Se improvisaron morgues, hospitales de campaña e incluso, se desplegó al ejército. Quince días no fueron suficientes, ni treinta, ni cuarenta y cinco. Hubo estado de alarma hasta el 21 de junio. Después, llegaron las fases, la mascarilla, la distancia, el constante lavado de manos, la nueva normalidad, la ansiada vuelta al cole y la segunda ola en la que estamos. La cifra de contagios supera la de los peores días de hace seis meses, pero ahora hay experiencia, vacunas en estudio y medios. De momento, menos letalidad y esperando lo que deparará el otoño.